Conversar con Manuel Enríquez, además de divertido, es toda una lección de aprendizaje. Manuel es veterinario, escritor y ciego. Autor, junto a nuestra también colega Ana Galán, de la novela “Cierra los ojos y mírame”, recientemente publicada por la editorial DESTINO.
Perdió la vista debido a una retinosis antes de los 40 años, mientras ejercía la profesión como clínico de animales de compañía, aunque ya en sus últimos años de carrera en la Facultad de Veterinaria de la UCM, empezó a notar los incipientes signos de ceguera. “Llegó un momento en que trabajaba a tacto”, nos confiesa Manuel.
Viéndose obligado a vender la clínica por su discapacidad, ingresa en la ONCE como conserje hasta ocupar, pasados pocos años, el puesto de coordinador técnico en la escuela de perros guía de la Fundación ONCE.
¿Cómo afrontaste una situación tan difícil Manuel?
Soy optimista por naturaleza. Yo no tengo conciencia de tener mérito. Traté de concienciarme de que perdía la vista, pero no perdía nada más.
La ceguera es una putada, pero no se acaba el mundo, se aprende a vivir así.
Manuel, este blog trata sobre el éxito y de esto creo que tu tienes mucho que enseñarnos ¿Cómo defines el éxito? ¿Qué es para ti el éxito?
Acostarse todos los días sin tener que preocuparse por lo que tienes que hacer mañana.
Pero acostarse sin tener que preocuparse de lo que tengas que hacer al día siguiente no supone que no tengas problemas. No, los problemas están y hay que pensar en ellos. La clave está en tener posibilidades de encontrar soluciones a esos problemas.
Escribo, me publican libros y, en algunas ocasiones, junto con mi mujer, he ensañado a bailar. Hago lo que me gusta. Se pueden seguir haciendo cosas y buscar la felicidad a pesar de la falta de vista.
¿Qué te decías en tu cabeza durante los momentos más difíciles? ¿En qué te apoyaste?
Detrás de mi había muchas circunstancias que me empujaban: mis hijas, mi padre atravesando una difícil situación económica, no podía desfallecer, no podía fallar.
Todos tenemos alguna discapacidad aunque no se note, las hay más graves que la ceguera, es más discapacitante envejecer sin saber qué hacer, sin tener respuesta a “¿…y mañana qué?”.
Asumí y sigo asumiendo que, en el fondo, soy un afortunado, siempre hay gente que está mucho peor que tu. ¿De qué me servía amargarme? Además he tenido la enorme suerte de contar con Teresa, mi mujer, ella siempre me ha apoyado.
Pero ¡ojo!, que no soy el único que tiene este punto de vista. Hay muchas personas que por distintas causas tienen problemas mucho más gordos que la ceguera y siguen luchando para poder conservar una calidad de vida, y no hablo solamente del tema económico sino también personal, similar a la que llevaban antes. No es que Manuel sea especial, es que somos especiales muchos seres humanos. No creo ser una excepción sino la norma.
Manuel, en mis charlas y seminarios, animo al que me escucha a hacer, a probar independientemente del resultado, y sobre todo, a aprender de los errores.
¿Qué te han enseñado tus errores?
Mucho. Mis errores han sido muchos y, en no pocas ocasiones, han sido determinantes en mi vida. No me importa reconocer que en algunas ocasiones me avergüenzo de comportamientos anteriores. Creo que lo que he aprendido de ellos, principalmente, es asumir que no soy nadie especial, nadie lo es, y a intentar ponerme siempre en el lugar de la persona que tengo delante. Lo que no he podido aprender, y debería, es a dominar mi impulsividad.
¿De quién has aprendido más?
Creo que de los errores cometidos, por mí y por todos los que me han rodeado. Presumo de ser un buen observador del carácter humano. Me fijo en los demás, en la persona que yo era antes y a la cual apenas reconozco y trato de analizar lo bueno y lo malo. Luego selecciono y decido. Aclaro una cosa, no siempre elijo “lo bueno”. Pero concretando tu pregunta, si tuviera que dar un nombre, creo que sin dudar diría el de José Luis Villarrubia. Un profesor de bachillerato que a mis dieciséis años me dijo muchas cosas que entonces me hacían reír y luego me hicieron pensar. Quizás él no lo supiera pero influyó de forma determinante en mi manera de ser. ¡Gracias, Vili!
Manuel, en una de las entrevistas que te hicieron tras la publicación del libro, dijiste:
«Suma la dependencia que un ciego tiene de su lazarillo y el vínculo emocional que cualquiera tiene con estos animales y te darás cuenta de lo que es un perro guía». Esta preciosa afirmación me da pie a preguntarte ¿Cuál crees que es la verdadera labor del veterinario clínico de mascotas?
Depende del ámbito en que nos movamos. Si es desde nuestro punto de vista, personal y egoísta, vivir gracias a los recursos que nos proporciona nuestro trabajo. Desde el punto de vista del cliente humano y perruno, proporcionar un tratamiento eficaz siendo conscientes de nuestras limitaciones. Si algo se nos escapa de las manos, es mejor derivar al paciente a un colega más especializado y, creo que por aquí va tu pregunta, si hablamos dentro de un ámbito más amplio, creo que concienciar a la sociedad de lo que significa tener un animal en casa, de las responsabilidades que eso conlleva y de lo que significa esa frase tan popular “Él no lo haría”. Siempre, creo que es importante, poniendo los pies en la tierra. Antes te decía que mis errores habían sido buenos maestros. Recuerdo que nada más terminar la carrera, con la intención de “foguearme” en temas de clínica, estuve trabajando una temporada en un albergue de animales abandonados en un pueblo manchego. El encargado del albergue se llamaba Emilio y era un buen hombre, mucho mayor que yo, que apenas sabía escribir su nombre. Un día vino un hombre con un perro. Quería que “durmiese” al animal. Un galgo joven y fuerte. Examiné al bicho, el hombre me dijo que es que no cazaba bien y que por esa razón quería deshacerse del pobre perro. Enfundado por la autoridad que me daba la bata blanca y el fonendo, le eché al hombre una buena bronca. Él se marchó cabizbajo por donde había venido. Después, el bueno de Emilio se acercó a mí y, cargado de modestia me sugirió la posibilidad de que yo no hubiera actuado correctamente. Ese perro –me dijo‑ terminará ahorcado con un alambre debajo de un árbol. Ahí tenemos un importante campo donde debemos actuar.
¿Cuál es tu relación actual con la profesión?
Sigo siendo un enamorado de la veterinaria y le hago guiños constantemente en mi obra. Me considero un veterinario vocacional. La vocación me vino por un perro que tenía y que atropellaron. Llevamos al perro, un pastor alemán de 10 meses, a la Facultad de Veterinaria. Allí lo atendió un profesor, don Félix Pérez, que veinte años más tarde me dio clase. El animal tenía la columna fracturada y hubo que dormirlo. Fue entonces cuando decidí que alguna vez estudiaría veterinaria. A pesar de mi buena voluntad, reconozco que hoy también habría tomado la misma decisión que tomó don Félix.
¿Cuáles son los principales obstáculos que nuestra profesión ha de superar?
Echo en falta, sobre todo, reconocimiento público. Me gustaría que hubiese más veterinarios que publicasen libros para el gran público, como nuestro colega Gonzalo Giner, a quien admiro. Se habla muy poco de nuestra profesión en los medios y no hay veterinarios que sean verdaderos líderes de opinión relevantes en nuestra sociedad.
¿Conoces algún veterinario que sea un político de importancia? ¿Conoces algún veterinario que participe en tertulias radiofónicas? Hay sociólogos, politólogos, médicos, psicólogos, economistas, curas, deportistas e incluso periodistas. ¿Algún veterinario? Ni uno y los que están en los medios, siempre, actúan como lo que son, como veterinarios. Cuando entré en la ONCE, un importante responsable me dijo que ubicar a un veterinario en la cadena de puestos de mando era muy complicado porque, salvo en la escuela de perros guía, no había plaza para nosotros. Mi respuesta fue inmediata. “Si yo fuera psicólogo, abogado o incluso, nada, estaría preparado para un puesto directivo, pero como soy veterinario, se supone que solamente debo servir para vacunar a los gatos”. Esa es la idea que la sociedad tiene de nosotros y cambiarla nos va a llevar mucho tiempo. Quizás es que seamos demasiado endogámicos. Mientras escribo esto, pienso en tu trabajo. A pesar de que tu ámbito de actuación es muy amplio, al final te dedicas a asesorar a los colegas. Si en vez de haber estudiado veterinaria, hubieras estudiado ingeniería, posiblemente no te habrías restringido al ámbito industrial sino que estarías abierto a asesorar a todo tipo de empresas.
Pocas veces he recibido una lección sobre ACTITUD como la que nos regalado Manuel: “Es tan sólo actitud, yo no hice nada”. Sus palabras me recordaron el conmovedor testimonio de Viktor Frankl en su obra “El hombre en busca de sentido”, cuya brutal experiencia de prisionero en Auschwitz le llevó a escribir: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias- para decidir su propio camino…”.
Muchas gracias Manuel de todo corazón.