Los gurús de la inteligencia afirman que el principal factor para que la gente alcance el desempeño excelente no depende de las habilidades que se posean de antemano, sino del verdadero compromiso en alcanzarlo.
Las creencias que tenemos acerca de nosotros mismos, determinan la actitud con la que afrontamos las dificultades y cómo gobernamos nuestra propia vida. Gran parte de lo que consideramos “personalidad” radica en las profundas creencias que, a modo de programas, codifican el comportamiento favoreciendo o impidiendo alcanzar el pleno potencial.
En estos tiempos que atravesamos resulta particularmente recomendable defender la creencia de que las aptitudes se pueden cultivar mediante el esfuerzo y la práctica. En contra de lo que habitualmente se piensa, el común denominador de la gente que triunfa no es el talento, sino la perseverancia, el empeño y la capacidad para transformar los reveses en futuros éxitos; en una palabra: la actitud, la cual se desarrolla a partir de la mentalidad.
En la mentalidad radica aquello por lo que luchamos, el impacto del fracaso y lo que para cada cual significa el éxito. Puedes creer que lo que consigues en la vida está predeterminado por la suerte y tu cociente intelectual; o bien, que el esfuerzo es lo que nos hace inteligentes y nos aporta el talento. En ambos casos estarás en lo cierto, las mentalidades no son más que creencias, y aquello en lo que crees es siempre lo que ocurre.
El sociólogo B. Barber escribió: “No divido el mundo entre los débiles y los fuertes, o entre los éxitos y los fracasos. Divido el mundo entre los que aprenden y los que no aprenden”.
Podremos tener más o menos recursos, más o menos oportunidades y más o menos aptitudes; pero recuerda: Siempre nos queda la actitud.
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