Aunque el título así lo sugiera, no tengo la menor intención de escribir sobre los “bárcenas” y demás ralea que a modo de azotes bíblicos sacuden los cimientos de nuestra sociedad.
De los efectos colaterales provocados por el cúmulo de despropósitos perpetrados en los últimos lustros, probablemente ninguno tan dramático como el desempleo.
Trabajo hay mucho pero el empleo es escaso. Sometidos a la implacable ley de la oferta y la demanda, los salarios en muchos sectores de la economía están retrocediendo a niveles de la época de la peseta. Ayer un “mileurista” era poco menos que un paria, hoy un “mileurista” es casi un privilegiado.
Algunos empresarios –quizás muchos-, abusan y aprovechan la corriente. Otros recurren a la bajada de sueldos para asegurar la supervivencia.
Mal pagar a tus colaboradores en tiempos de bonanza es injusto e innoble. Mantener salarios cuando la actividad decrece, entran menos clientes y los que entran se dejan menos dinero (¿le suena esto a alguien?), puede resultar suicida. También queda la opción de prescindir de puestos de trabajo, adecuando la estructura de personal al nuevo nivel de ingresos.
Ni lo uno ni lo otro. Abogo por empezar a concienciar –tanto empresarios como empleados-, que la única alternativa viable (y probablemente la más justa) es pagar en base a la productividad de los equipos. Nada nuevo, pero en nuestro sector es práctica muy poco habitual.
A partir de un suelo salarial digno, existen mecanismos sencillos y al alcance de todos para medir lo que cada trabajador aporta a la empresa. Hay múltiples maneras de medir la productividad: por facturación, por rentabilidad, por venta de servicios estratégicos, por satisfacción del cliente, etc.
Cualquiera de estos indicadores, cuidadosamente elegidos y medidos, son consecuencia del desempeño diario de todos y cada uno de los miembros del equipo.
¿Hay algún empresario que no esté encantado de pagar más a sus colaboradores cuanto más produzcan?
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